domingo, 21 de septiembre de 2008

Adelanto Capitulo 1

Algo pasa en Vilcabamba. Algo que le permite a su gente vivir ciento diez, ciento veinte y hasta ciento cuarenta años. No sólo viven mucho. Viven mucho con una salud envidiable y sin prestarle atención a los consejos médicos. Los habitantes de Vilcabamba tienen inclinación por los excesos insalubres: fuman como escuerzos y beben como cosacos. Sin embargo, a la edad en que cualquiera de nosotros muestra signos de deterioro, ellos están listos para otros cuarenta años más. Llegan a los ciento veinte sin pedir ayuda, trabajando y atendiéndose solos. ¿Cómo hacen? Es el misterio del valle.
Algunos creen que es por el aire, otros por el agua y la mayoría coincide en que puede ser la dieta. Lo cierto es que en Vilcabamba no se torturan para estar sanos ni se privan de lo que quieren. En el pueblo nadie se mata para vivir.

Tengo un pasaje a Ecuador, una conexión a la provincia de Loja y un trayecto que cubrir hasta el valle sagrado de Vilcabamba. También una reserva en un santuario new age en el mismo corazón de la aldea. Allí pienso hacer base para enterarme de qué va a ocurrir en un futuro cercano cuando los avances de la ciencia nos den la posibilidad de vivir tantos años como los habitantes de Vilcabamba.

Aunque los censos internacionales señalan que la mayor expectativa de vida se da en lugares como la República de Andorra o la isla de Okinawa en Japón —sitios de alto nivel económico y estilo sosegado—, Vilcabamba de Ecuador les saca varias décadas de ventaja sin demasiado esfuerzo. Lo hace con una población que cuenta con pocos ingresos, malas condiciones sanitarias y trabajo duro de por vida. A pesar de eso, mucha gente supera con holgura los cien años. En el pueblo hay diez veces más centenarios que los que se puede encontrar en cualquier otro lado.

Voy a ver qué pasa en Vilcabamba siempre y cuando la salud de mi padre me lo permita. Espero no tener que suspender el viaje a último momento porque hoy, mañana o pasado, puedo recibir una llamada pidiendo que no me vaya, diciendo que empeoró y que esperamos un desenlace de un momento a otro.

Por lo general los médicos, después de una frase como ésa, se quedan callados. Consideran que soy el que tiene que decir algo o suponen que por lo menos tendría que hacer una pregunta. Con el tiempo aprendí a imitarlos y a no decir nada. Me quedo mirándolos sin que salga de mi boca ni una sola palabra. Aguardo a que comiencen a toser, a que no sepan qué hacer con las manos y a que se pongan a hojear de nuevo, por vez número cien, la misma historia clínica. Si me quedo callado respirarán hondo, buscarán una manera de saludarme y saldrán de la habitación.

Haré lo mismo que vengo haciendo hace diez años: mantener la reserva aérea hasta que la compañía esté a punto de cancelarla. Voy a esperar hasta último momento para ver si puedo viajar o si me veo obligado a suspender el proyecto porque es necesario que me quede junto a mi padre. No es la primera vez que me pasa algo así. En mi vida es un clásico. Tengo en cuenta la salud de mi padre hasta para arreglar la salida de un sábado a la noche. Los que me conocen dicen que lo que hago no tiene el menor sentido. Y tienen razón. Hace muchísimo que mi padre está enfermo, gravemente enfermo. Son muchas las internaciones, las horas de terapia intensiva y los infartos que tuvo en el corazón, el cerebro y los riñones. Sin embargo, aunque tenga toda la evidencia delante, todavía me cuesta aceptar que mi padre es inmortal.


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